Con ideas de Don Tomate y María Paula
Es el lugar más allá de la frontera. Es el bosque, espejo del mar o del desierto; en fin, el laberinto que condena inevitablemente a la muerte. Es húmeda, caliente, malsana y todo es igual. Terreno liso, solo rugoso en cuanto a textura. Allá la gente ha dejado de ser gente porque se atrasa, tiene que vivir día a día comiendo bejucos y bichos raros. Es la selva, el lugar donde «se están pudriendo».
Eso, finalmente, es lo único que dicen. Es la imagen que remite a un pan húmedo que se guarda en un lugar oscuro para que le salgan hongos.
Me pregunto qué dirían —qué tendrían que decir— si estuvieran secuestrados en otro lugar de Colombia en donde no se pensara tradicionalmente que es el peor lugar, que eso para qué ir allá, que eso es para tumbarlo y echarle harta vaca y harta palma africana. O coca. O café. O eucaliptos.
O para apreciarlo desde afuera, como monumento ecológico, como el Quindío virgen, como el Chocó indómito donde otra vez secuestran gente, como el Putumayo adonde Christian Schmalbach nos lleva a abrazar los árboles que nos hablan con sus voces ancestrales, donde nos estafan los taitas.
La gente no se pudre en las ciudades ni en las veredas. Allá los miembros arrancados no son alimento de moscas. Las heridas no se gangrenan al lado de la iglesia de San Francisco.
Alegrémonos por nuestra suerte, porque el agua que corre por las paredes de los edificios en que vivimos, porque la caca y el orín se van directamente al río, porque hay almuerzo casero o ejecutivo o del día, porque estamos dentro del «Triángulo de oro». Todos los demás son mártires dignos de elogios en un domingo en el Veinte de julio. Y es así porque están allá lejos, lejísimos, donde solo saben llegar Chávez, Drummond y BP.