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Hábitos de pensamiento

Friday, January 28th, 2011

Me llamaron a hacer parte del dolor que como parte de la comunidad (uniandina o colombiana) se supone que debo sentir por el asesinato de Mateo Matamala y Margarita Gómez en Córdoba. Asistí a la ceremonia en la que plantaron dos guayacanes en el patio de la Facultad de Ciencias. Hubo mucha gente y lágrimas. Yo mismo me sentí conmovido, identificado, como siempre me siento, con alguien al que se le acaba de morir alguien. O se le ha muerto: la muerte es un recuerdo.

Desde ese día, en las pantallas de información que hay en toda la Universidad, pasan un fondo negro con los nombres de los muertos y la consigna «mantendremos su memoria». Yo no sé cómo hacerme cargo de esa responsabilidad institucional. Y poco me interesa: mi simpatía realmente no llega hasta allá.

***

Anoche hicieron un segundo homenaje, digamos que más espectacular (coro, luces, proyección) y por lo tanto menos íntimo que el primero. Poco necesario, creo. No asistí.

No asistí pero sé que María Emma Wills, profesora y compañera de trabajo (o de dependencia), leyó un discurso para la ocasión. Acabo de leerlo y quedé con una sensación muy jarta por este pasaje:

Frente a las preguntas de por qué [mataron a] Mateo y Margarita, sólo resta reiterar que las víctimas no están en falta. No se merecían jamás lo que les ocurrió. No hicieron nada que ameritara sus muertes. Sus homicidios, injustos como los de tantos otros, no tienen más motivación que la insensatez de los armados, su enorme desprecio por la vida y la aún oprobiosa corrupción que les ofrece laa condiciones para prosperar. Si bien las muertes de Mateo y Margarita no tienen explicación razonable, como comunidad académica, sus asesinatos sí nos imponen un compromiso: la necesidad de comprender y descifrar, sin tapujos, un país que aún se deshace ante nuestros ojos.

La misma sensación jarta que tuve cuando oí al brigadier general Luis Pérez Albarán diciendo «básicamente todo apunta a que fue una equivocación porque estos jóvenes fueron asesinados sin mediar ningún otro hecho» o cuando vi en la portada de Semana el conciso y contundente titular: «Víctimas inocentes». Dejemos de lado la palabra víctima, que está suficientemente cargada con el mismo valor que tiene la palabra inocente (por oposición a culpable). Hablemos simplemente de muertos y preguntémonos: a la luz de nuestros valores supuestamente modernos y civilizados, y teniendo en cuenta que no existe la pena de muerte en este país, ¿cabe hablar de muertos justos?

Frente a esta pregunta mucha gente dirá que sí y señalará los cadáveres reventados de Reyes y Jojoy. Dirá, no necesariamente en este orden, que eran objetivo militar o que se merecían tal cosa por haberle causado tanto daño al país, incluyendo tantas muertes. En otras palabras, respectivamente, «murieron en su ley» o «la debían». Como cuestionar muertes de este estilo me convertiría en objetivo militar —justificaría mi muerte, sería una «explicación razonable»—, no diré nada más al respecto.

Pero hay que insistir en que, en otras circunstancias, otros señalarán los cadáveres de los rateros de los que eficientemente se deshacen ciertas iniciativas de seguridad privada (incluyendo a la guerrilla) en Bogotá y otros rincones inhóspitos del país. Pero es que un ratero la debe, un ratero es culpable, un ratero es mala persona. No es como nosotros, personas de bien. Y así se suele seguir: el tipo ese que se viste raro, el marica que usa arete, la vieja que se lo da a todo el mundo, el man que mete cosas raras, el barbudo que no va a misa y lee libros raros, el bobo que se metió con la hembrita del duro. Y así. Todos pueden terminar muertos por una causa justa, siempre y cuando alguien suponga que hay causas justas para matar a la gente. Sencillamente, cuando se habla de muertos inocentes, se acepta que puede haber o incluso debe haber muertos por culpables.

Tan natural como parece hablar de la merecida muerte de Reyes y Jojoy, este hábito de pensamiento se cuela en muchas afirmaciones cotidianas. A veces se presenta en forma de referendo para defender a nuestros niños, a veces salta convertido en «la gran permisividad de un sistema que cree que el crimen tiene horario». La gente no sabe a qué forma perversa de arbitrariedad le juega cuando comienza a decir las cosas de esa manera, pero justamente en esa forma de hablar se encuentra el germen de muchas muertes.