Bogotá era algo como el patito feo, acaso en virtud de su chicharroneidad, acaso porque su valor intrínseco era tres pelos del culo. Atrás habían quedado los días en que gobernarla era trampolín a la presidencia, si acaso hay que creer en ese lugar común apenas demostrado por el hecho de que los antiguos alcaldes Barco (designado) y Pastrana se hubieran candidatizado después a la presidencia; y más o menos por Gaitán.
Recuerdo entonces que la campaña en que se enfrentaron Peñalosa y Mockus (1994) tenía poco de espectacular y más bien era gracioso ver la disputa de, por un lado, el muchacho de acento gomelo que se subía a los buses a repartir volantes —y que ya llevaba una derrota a cuestas— y, por otro, el loquito de quien habíamos visto las bálticas posaderas y las lágrimas de amor por su mamá, pero que ya tenía un grueso prontuario de excentricidades. Gana Mockus y la sensación es, a un mismo tiempo, «a ver qué hace este man del que no tenemos ni puta idea» y «Bogotá es el voto de opinión». Después a Mockus le pareció que lo del trampolín no tenía por qué ser un mito. Más bien probablemente (y paradójicamente) gracias a él se creó el mito.
Y de ahí en adelante ya sabemos: Moreno de Caro, que fue la vencida de la tercera vez de Peñalosa. De nuevo fue una elección en la que, aparentemente, solo se involucraban ciudadanos bienintencionados e independientes, porque de qué otra manera se entendía que estuvieran tan tercamente interesados en la fea con la que nadie quería bailar. Después Mockus gana de nuevo gracias a su gestión anterior —ya no hacía falta sacar el culo o acaso el equivalente en ridículo fue su renuncia, candidatización y nueva renuncia— y termina su periodo sin apresurarse mucho a seguir en «la política», o al menos disimulándolo.
La otra leyenda dice que gracias a Mockus y Peñalosa Bogotá se volvió bonita y agradable. Al menos está claro que propios y extraños se habían convencido de que así iba la vaina. Pero por eso mismo Bogotá se convertía —¿una vez más?— en perfecto botín político.
Para entonces ya se sabía que Peñalosa quería estar de presidente pero se le atravesó nuestro señor Jesucristo en el camino. Además, a diferencia de Mockus, no quería abandonar la ciudad, sea porque era un administrador amoroso y bienintencionado, sea porque ahí estaba su fortín electoral, su fuente de poder. No es descabellado pensar que si Peñalosa se hubiera lanzado a la Alcaldía en 2003, en vez de poner a un títere equivalente en ridiculez enigmática a Vinasco, habría ganado y «todos felices», menos el Polo. Porque el Polo —o Lucho solito— se aprovechó. Si Peñalosa se hubiera lanzado, si hubiera aparentado que estaba comprometido con el nebuloso «proyecto de ciudad», tal vez no habría quedado la desazón de que ahora como Betty se puso buena entonces sí aguanta y no por quien realmente era, por sus sentimientos, por su intelecto, en fin, lo que todo el mundo sabe que es verdaderamente digno de ser apreciado.
Y hoy estamos sufriendo las consecuencias en esta campaña de mierda, que es de mierda porque en cualquier circunstancia ganaran esos personajes que parecen buitres asquerosos. Y no me trates no, no me trates de engañar. Sé que tú tienes a otra y a mí me tienes para mmmmm…
Mi ingenua sensación es que el gobierno de Bogotá es como uno de esos bares, cafés o restaurantes, o bandas musicales, artistas plásticos o autores literarios, que saltan del underground al mainstream y comienzan a provocar asco. Que el chuzo este ya está muy rascapared, que es que ahora-todos-escuchan-a-no-sé-quiénes-y-eso-
que-yo-los-oía-cuando-apenas-tocaban-cosas-no-comerciales-y-no-eran-
unos-putos-vendidos-a-ese-sistema-de-mierda, que ya no aguanta volver allá porque vive lleno. ¿Y acaso qué diablos quiere uno? Es la pura sipatía cool por los perdedores, por los renegados, por los que por eso mismo, cuando ganan, se perratean. Es la paradoja de quien quiere ganar perdiendo —que no Maturana—, que no comprende que a quien entra a competir no le sirve y no quiere otra cosa más que ganar, inmediatamente o en algún otro momento. Es la gana idiota de querer ser único, loco y trasgresor.
Varias de estas ingenuas personas, como yo, votaremos por Juan Carlos Flórez, para pensar que el tal voto de «opinión» existe y no gana y así es como debe ser. Además de ser un peñalosista traicionado y un mockusiano más o menos divergente, es el único que parece un pretendiente honesto, bienintencionado, que no quiere más que amar a esta mujer por lo que es y no por su herencia —que en realidad no es nada: que lo diga Mockus, que lo diga Peñalosa—. Y parece perfecto porque no va a ganar ni por las curvas, porque ni siquiera le alcanzará para ser sorpresa, porque absolutamente nadie sabe quién es, porque los medios no hablan de él y ni lo invitan a los debates, porque, después de ejercer el sagrado derecho que nos concede la figura de participación más reciente de la democracia más antigua de América, quedará el fresco de que los buenos nunca ganan porque los buenos que ganan inevitablemente se vuelven malos.