Anoche me atracaron frente a mi casa mientras esperaba el bus a la 1 de la mañana. «Sufrí» una de las tantas cosas que los porteños advierten sobre su ciudad y que fue definitivamente una de las grandes motivaciones para que Macri fuera elegido como jefe de gobierno.
Si bien Buenos Aires es popular entre quienes la visitan por unos días por la abrumadora belleza e innegable aura europea de su centro, en el largo plazo, cuando hay que meterse de lleno en su cotidianidad —trancones eternos para cubrir distancias que no son tan largas, chichoneras en el metro, el mismo menú día tras día, la displicencia de la mayoría de sus habitantes, etc.—, cuando por fin caben en la cabeza sus verdaderas dimensiones, se comienza a comprender que también es innegable su condición de ciudad, digamos, latinoamericana, que dificilmente oculta esos mismos problemas y contrastes que caracterizan al resto de las ciudades del continente.
Y entre las permanentes quejas de los porteños —interminables discusiones de vestiduras rasgadas, amagos de llanto y nostálgicas evocaciones enunciadas con auténtico dolor o resignado sarcasmo que se pueden escuchar en cualquier esquina gracias al elevadísimo tono de sus voces— se dibuja la vergüenza de tener que compartir a diario una ciudad imaginada, acaso alguna vez vivida —en el «uno a uno», a comienzos de siglo XX…—, con la ciudad «de verdad». Hay que cuidarse de los negros chorros que te afanan la cartera, hay que quejarse de los hijos de puta que cierran la calle y hacen el piquete, hay que evitar ciertas zonas para zafar, hay que hacer cara de orto en el subte y en el bondi. Porque «qué querés, che, es así».
Entonces el negro este seguramente venía de la infame Villa 31 y desde luego era más habitante de Retiro que yo. Y ve todos los días la Torre nacional —«antes “Torre de los ingleses”»—, el edificio Cavanagh y el Parque San Martín mientras pasea frente a la monumental estación del ferrocarril Mitre a ver a quién le saca algunos mangos para comprar el paco. «Dame todo lo que tengas o te rompo el pecho aquí mismo, loco», me dijo sin mirar a ninguna parte, sin mostrarme ningún objeto contundente, con un tono tranquilo y pausado, sin hacer hipótesis sobre la profesión de mi mamá o la forma como nací.
Me resultó tan normal, solo otro episodio de esta vida porteña, cotidiana, peligrosa, llena de mitos y prejuicios que se pueden hacer realidad en cualquier momento. Un sueño.
El corazón late despacio. El bus finalmente pasa. Y eso es todo porque es así.