En la infancia uno no se siente dueño de su vida. No, en realidad no sé qué pasa en la infancia, porque no la recuerdo. ¿Es normal que esto suceda? ¿Es normal que deje de ser quien era? Como en esa película de Bruce Willis, a veces me gustaría pensar que puedo dialogar con el Miguel niño. Pero a veces supongo que no recuerdo nada porque sencillamente nada pasaba, nada que mereciera quedar para la posteridad.
Puede ser más bien la pereza, pero buscando en la infancia no encuentro referencias ni respuestas a lo que creo que soy hoy y, en el fondo, creo que no vale la pena hacer el ejercicio. Por una parte, la infancia es un invento muy reciente, como la igualdad de géneros. Por otra, y es una consecuencia de lo primero, el pensar que la niñez determina «quiénes llegamos a ser» es también algo muy reciente. Actualmente, por ejemplo, no cuento entre mis mejores amigos a nadie que haya conocido en la infancia. Siempre consideré que algo así solo habría podido suceder con alguien, pero él se salió del colegio cuando terminó la primaria y, oficialmente, la infancia. Ah, sí, en la infancia yo solo conocí gente en el colegio.
Un día, entre las cosas que me invento aquí para hacer, decidí buscar su nombre en Google. Y resultó bastante fácil, con correo electrónico y todo. Dos meses después nos hablamos por primera vez en el MSN. Él es solo unos meses mayor que yo, está casado, vive en Medellín, tiene una hija y se dedica a algo que para mí escapa de cualquier comprensión: la cetrería. En la charla, gracias a lo que me contaba y a lo que recordaba, volví a ver tantas cosas que había olvidado. Y él era tan parecido al amigo, al niño amigo, que yo recordaba. Parecía seguir siendo esa persona tan segura al hablar, tan dispuesta a proponer, tan extrovertida: una inspiración.
Habían pasado más de diez años y teníamos de qué y por qué hablar.
Y entonces me pregunté qué tanto de lo que él recordaba de mí habrá vuelto a ver en este que soy ahora. Y me pregunto por la esencia de la existencia, de nosotros como supuestos individuos, por el mayor sentido que tiene decir «ser niño» frente a «estar niño». Me pregunto cuántos desgarros en el tejido de los futuros soñados me habrá causado el habernos alejado, cuántas cosas habrían pasado, cuántas cosas habríamos hecho.
Ahora, en el reencuentro, llegamos al acuerdo de que está bien saber de nosotros y creer que algo podremos hacer, como cuando representábamos los libros que leíamos frente al resto de la clase o nos engañábamos mutuamente con cuentos inverosímiles que quién sabe por cuánto tiempo seguimos creyendo. Incluso, este podría ser un cuento más.