Según lo vio en EquinoXio.
Cometimos el error de no hacer reservas y nos tocó en la segunda fila. Si el lugar nos incomodaba no podíamos pedir que devolución de la plata. Pero aunque la sala pintaba repleta pudieron más las ganas. Cada uno de nosotros se encontró con algún conocido antes de entrar. Y mejor hacerlo sin más rodeos porque leyendo el cartel se infiere que pronto la van a prohibir.
Comienza El Colombian Dream. La imagen es granulosa. Pero es un grano intencional y no el que produce el abandono o la película de mala calidad o la mezcla de ambos factores. Sé que es intencional por la cantidad de colores cálidos y saturados que jamás quedarían registrados en esa cinta de mierda. Seguramente se veía del putas a una distancia decente. A esa distancia la gente no se queja y no piden reembolso. Pero de cerca también se ve bien.
El sonido es diáfano y se pueden distinguir las voces del ruido del fondo. Momento. Volvamos. Aún no hay ruido de fondo. Un niño abortado está hablando. No importa. Vamos adelante. La cámara se mueve desesperadamente. Por fin una evocación de La gente de la Universal. Pasan los minutos mientras nos presentan a los protagonistas. Es el niño abortado que está hablando. Los protagonistas están rumbiando. En Girardot hace calor. En Girardot rodaron la película. En Girardot sucede la historia.
Girardot está en la frontera entre Cundinamarca y Tolima. La gente de Girardot es tolimense aunque vivan en Cundinamarca y frente a sus ojos corre el Magdalena. El Magdalena es el río más importante de Colombia. Pero solo los tolimenses dicen nacer y vivir y morir amándolo porque así la pena se hace buena y alegra el existir. Girardot es una plaza de veraneo de rolos. Pero Bogotá está muy lejos del Magdalena. En esta película Girardot es Girardot pero la usan como metáfora de Colombia.
Sí. Otra vez una «película colombiana». Esas que se preguntan tácita o explícitamente quiénes somos o cómo somos o por qué somos así. ¿Así cómo? Así tan malos y tan corruptos. Así con esas ganas de ganarse la plata fácil. También así tan llenos de magia y cosas inexplicables y absurdas que supuestamente solo pasan aquí. Los ángeles y el amor y las brujas y la poesía y el calor. Mucho calor y muy poca ropa y resto de hormonas para que los actores puedan tirar y cogerse el culo y chupar tetas.
Y tricolor veantiao. Sí señor. El ejercicio es tan evidente que da pereza. De tres colores son las pepitas que drogan y las camisas de los personajes y los vidrios de la casa del traficante y los únicos colores predominantes en la ridícula secuencia del obligatorio derroche de billete. Es demasiado evidente. Es como el niño abortado que narra la película. Es evocador de una manera tan barata. Es como ponerle a una película El Colombian Dream.
La historia no está llena de lugares comunes. Aceptemos definitivamente que Girardot es una metáfora. Entonces está bien que los ladrones sean paisas y que los policías sean negros y que el locutor de la radio sea español. (¿Cuál es el fetiche de Aljure con los españoles?) Incluso es verosímil que una mamá rola de «clase popular» pero levantada tenga un hijo muy paisa que curiosamente es traficante de drogas. La historia no está llena de lugares comunes porque los personajes son los lugares comunes. Pero la historia es inverosímil. O tal vez la escala con la que se propuso narrarla no le permite ser verosímil.
¿Y tiene que ser así? Sí porque la película tiene una evidente intención crítica. La crítica convencional contra el estereotipo del vivo. La «cultura de la ilegalidad». El malicioso indígena. En La gente de la Universal nos confrontaron a algo no más novedoso pero sí menos explorado. «Por eso le digo» decía el celador. «Por eso le digo» terminaban diciendo las españolas al salir del país. (¿Cuál es el fetiche de Aljure con los españoles?) Esa insolencia velada que algunos posmodernos llaman el «arma de los débiles». Los ciudadanos de a pie le decimos «hacerse el marica».
Vale la pena ir a ver El Colombian Dream. Vale la pena mantener la industria nacional de cine porque pronto se acabará cuando manden al carajo la Ley de cine con la reforma tributaria. Vale mucho más la pena porque algún día Felipe Aljure o Dago García entenderán que hay mejores guionistas o mejores guiones que los que ellos o sus amigos hacen. Vale la pena porque algún día esos buenos guiones ganarán no solamente con una factura limpia y sofisticada sino con el dinero esquivo que tradicionalmente hay que buscar con las uñas. Tengamos fe. Un lugar común sobre la colombianidad habla de que serlo es un acto de fe. Seamos muy colombianos y vayamos a cine a ver cine nacional. Confiemos. Alegremos nuestros corazones al ver las salas llenas y espectadores en primeras filas que no pueden pedir reembolso. Pero ojo. Esos realizadores también podrían estar queriendo robarnos la plata sin más. Por todos es bien sabido que los colombianos somos unos pillos.