Cachaco
Tuesday, March 21st, 2006Fondo musical:
Con la valiosa colaboración de Castpost y una polaca ahí.
Tengo otro blog «experimental» que se llama De Montserrat a Monserrate. Está hecho a manera de diálogo epistolar con un catalán que se hace llamar Lobisome y está casado con una colombiana en Barcelombia. Con vergüenza debo decir que no le he puesto mucha atención. Hace solo una semana volví a escribir allí, la segunda vez que lo hago. Pero fue sobre un tema que apenas he tratado tangencialmente aquí, la «bogotanidad». Voy a reciclarlo, en primer lugar, para hacerle cuña al otro blog.
Estimado Lobisome:
Como en su caso, soy descendiente de inmigrantes. Bueno… más o menos. Aquí no se piensa en esos términos, solo si vienen de otro país. Por eso aquí no hay pingüinos. O tal vez los haya, pero no sabemos. Antes de responderle a esta pregunta debería presentarle el panorama de la identidad en mi ciudad.
Mi padre no nació en Bogotá, como yo, sino en Ibagué, a tres horas de aquí. Y sus padres, mis abuelos, nacieron en otros lugares del Tolima —el departamento del que Ibagué es capital— y Huila —que hasta el año en que nació mi abuela era parte del Tolima—. Mi madre sí nació aquí, al igual que sus padres. Pero la familia de mi abuelo era de Antioquia y la de mi abuela del norte de Cundinamarca. Hoy puedo decir que soy un bogotano de verdad, no solo porque aquí nací y he crecido, porque hablo con el insulso acento de esta ciudad y me encanta el ajiaco, sino porque parte de ser bogotano es ser descendiente de gente del Tolima, del Huila, de Cundinamarca, de Boyacá y de Santander —los departamentos cercanos a Bogotá— o, aunque en menor medida, de cualquier otro lugar de Colombia.
Solo hasta hace unos pocos años más de la mitad de la población de Bogotá llegó a estar representada por nativos de la ciudad pro primera vez en la historia. ¿De qué otra manera una ciudad crece de manera tan vertiginosa, tan espantosa, si no es con forasteros? Pasar de menos de un millón de habitantes a siete millones en cincuenta años es algo que solo pueden lograr los conejos. Y el fenómeno sigue, desde luego.
Sin embargo es común, dentro de la tradicional ignorancia y ceguera de este país, considerar que hay unos bogotanos “de verdad” y otros que son “provincianos” o “calentanos”. Según ese mito, esos venidos de más allá son apenas unos pocos, aunque cada vez son más, que han llegado muy recientemente, que no han podido ni han querido adaptarse al trajín de una metrópoli, de una capital que hasta hace unos años era “auténtica”.
En efecto, según el mito, antes del famoso 9 de abril de 1948, Bogotá era aún la ciudad de los bogotanos: se vestía de paño, se llevaba sombrero y paraguas, se era elegante y cortés con las damas, hacía muchísimo frío —note usted que el tema del clima es muy importante—, las familias se conocían las unas con las otras y, para no ir más lejos, había una indiscutible semejanza entre su urbanismo y el de Londres y París o, según otras versiones, la intelectualidad y la democracia era comparables con las de Atenas en tiempos de Pericles.
Aún hoy es posible oír a los ya octogenarios miembros de las dichas familias —las que se conocían entre sí— hablando con voz entrecortada sobre cómo era de bonito antes, sobre cómo podía irse al árbol a recoger nueces. Esas casas y esos árboles quedan hoy pero ahora hacen parte del centro —extendido— de una ciudad que ha crecido en tamaño mucho más que su población, que se ha tragado ya seis o siete pueblos aledaños y “amenaza” a otros tres o cinco. ¿Cómo quieren estos sujetos que la ciudad siga siendo la misma de hace años, el mismo villorrio a las faldas de Monserrate? Hoy la mayoría de sus hijos, nietos y bisnietos son inmigrantes en otros países, normalmente en calidad de embajadores, cargos directivos de empresas, estudiantes o sencillamente esposas. Me pregunto cómo se presentarán allá. ¿Como colombianos? Probablemente, como colombianos “pero más cercanos a ustedes”.
El caso es que ese mito de unos pocos ya es patrimonio de muchos aquí —y me incluyo— y sigue replicándose, en serio y en broma, en muchas situaciones. ¿Y cuándo es necesario hacer uso de él? Cuando nos enfrentamos al “otro”, a ese que en el mito se llama “calentano”, el que en su mitología nos llama “patifrío” o “enruanado”. Pero esa es otra historia que le contaré más adelante, mi querido hombre lobo.
Un saludo.
La segunda razón por lo que publico esto aquí es que hoy salió una carta de un lector en El Tiempo en respuesta a una editorial de ayer llamada «Inventario de Cachacos». La editorial, si bien aporta interesantes datos, se pregunta estúpidamente si el «repunte de los nacidos en Bogotá» significa «un renacimiento del cachaco». ¿Renacimiento? ¿Se murieron algún día? El cachaco sí es más o menos lo que al final dice el mismo editorial y lo que yo le sugiero a mi amigo catalán: «sigue siendo aquel que tiene viejos lazos familiares afincados en la capital. Estos se consideran a sí mismos una minoría.»
Yo he propuesto en el plano de la sociología apriorística especulativa que el acento cachaco no ha muerto sino evolucionado. A mi entender, es claro que hay una línea que une, con apenas unos matices, el acentico de Roberto Junguito con el del actual ministro Alberto Carrasquilla con el de alguno de quienes fueran sus estudiantes yuppies en la Facultad de Economía de la Universidad de Los Andes. La línea también podría trazarse hacia atrás para poderla llevar a esos tiempos en que Bogotá era fría, elegante y no había calentanos —entonces el cachaco era José María: Samper Brush o Espinosa—, o sea, los tiempos mitológicos a los que cantaban odas Cordovez Moure y Alfredo Iriarte, a los que me parece que hace alusión El Tiempo con su absurda pregunta. En resumen, si uno no es de los que ha estudiado en el Moderno o en el Campestre es como si no fuera de aquí.
El nuevo jinete del Apocalipsis —otro miembro de la escuela apriorística y, por cierto, bogotano— me explicaba desde su lógica genial que sencillamente hay «cachacos» y «rolos» como forma de distinción de clases socioeconómicas dentro de la ciudad. ¿Faltan explicaciones? Bueno: que los cachacos son los ricos —o los de la pequeña aristocracia— y los rolos somos todos los demás.
Volviendo a la carta que me hace escribir esto, lo mejor es trascribirla:
El ‘chirriado’ cachaco
Señor Director:
Acerca de su editorial ‘Inventario de cachacos’ (20-03-06), una cosa es cachaco bogotano y otra, nacido en Bogotá. El cachaco es respetuoso, refinado en sus maneras y en el hablado (ala, chusco… y 400 palabras propias más), diplomático, incisivo, muy simpático y con apuntes (chascarrillos) espontáneos para cada ocasión. Su vestimenta era particular. El chispazo y la espontaneidad eran lo principal. Así como el ser centro de atención. El hablado, con rrrr… y medio arrastradito… es otra característica que no ha perdido, ni el respeto por su especie y su ciudad. Los nuevos postulantes deben hacer casi que un curso.
Juan Manuel Díaz Azuero
Guaymaral
(Hoy Guaymaral es lo que hace un siglo era Chapinero, es decir, la extensión del centro de Bogotá en sus periferias, aprovechado por muchos de estos cachacos que querían, seguramente, huir de todos esos «nacidos en Bogotá». En efecto, un día este centro se extenderá desde la Plaza de Bolívar hasta allá por la misma carrera séptima de siempre. Por entonces los cachacos tal vez vivan en Bucaramanga.)
Creo que detrás de la simpática y costumbrista carta del señor Azuero está ese tufillo clasista tan aburrido y estúpido que ha distinguido a la elite de mi querida ciudad —los que no quieren que les quiten el parquecito— y que sin duda ha manchado todos sus estratos socioeconómicos: desde los dueños del periodicucho ese hasta los herederos del señor que sale en el billete de mil. Ese clasismo marica es buena parte de lo que significa ser de aquí, es decir, querer ser cachaco y no bogotano, querer ser «de mejor familia»; querer que los demás quieran ser cachacos para poder decirles trepadores.
Pero qué carajos, esta es la verdad: los cachacos son los trepadores del orden mundial, los que quieren tener casas inglesas con techos inclinados para la nieve que nunca cae, como los de las clases «populares» que decoran sus salas con vitrinas llenas de ridículas porcelanas y cristales, como los narcos y traquetos que con sus camionetas y lámparas de tres mil dólares ahora espantan a los pobres Migueles Silva y seguramente a los Juanes Díaz Azuero por su falta de cachaca sobriedad.
Datos curioso: El Cachaco fue el nombre de al menos dos periódicos que se publicaron en el siglo XIX. El primero El Cachaco de Bogotá hacía la aclaración de que era de aquí. El segundo, simplemente El Cachaco, se definía como «periódico agridulce y jocoserio, conservador, radical e independiente, consagrado a decir la verdad en chanza a todos los partidos, a todos los hombres y de todas las cosas». Eso suena a La Luciérnaga y pues qué boleta.