Poco hay que decir de la cuna de la raza paisa. Por eso apenas dejo unas foticos a manera de decoración.
La plaza de Jesús Nazareno durante una proyección
Cuando el mariscal Robledo fundó a Antioquia en 1538 nunca se imaginó que un día feliz, casi cinco siglos después, su republiquita de españoles se iba a convertir en algo como el Carmen de Apicalá. Tampoco se le ocurrió que sus tres callecitas empedradas y las casitas tipo patio harían al pequeño pueblo merecedor del título de «joya colonial».
Para mí las palabras colonial y tierra caliente no cuadran, a pesar de que haya pruebas materiales —como Cartagena— de que es posible que se dé este fenómeno. Mientras que «colonial» me suena a solemnidad, a ropas discretas, a aburrido y vida en policía, «tierra caliente» tiene que ver con piscina, prendas vaporosas, lujuria, carnaval y bajas pasiones.
Un gato duerme la siesta a casi 30 grados
Fui al Festival de cine de Antioquia en Santafé de Antioquia con la promesa de que iba a disfrutar de ese aspecto tierracalentano, a ver lo mejor de la chonquetería —femenina— paisa hablando mierda y bebiendo en los parques y plazas. Me dijeron que se iba a respirar cine y cultura a toda hora, que las discusiones iban a estar a la orden del día, que lo más selecto del mundillo del cine local estaría presente para participar en las conferencias. Me animaron con que en la Caja de Pandora vería el cine colombiano del siglo XXI. En fin, que Santafé de Antioquia es el Sundance colombiano.
La catedral, en el parque central
Es verdad que el pueblo estaba bastante movido, pero no había tanta gente. Igual tiene solamente once mil habitantes que gustan del vallenato. Seguramente por eso en el hotel donde me quedé sonaba lo mejor de lo mejor de este prostituido género, acompañado de reguetón y merengue y salsa de alcoba. Ancianas en sus cincuenta años movieron sus flojas y abundantes carnes al son de esta música mientras yo desayunaba. Pero ellas no eran del pueblo sino que venían de las montañas al oriente del río Cauca.
El puente de occidente, la principal atracción turística
En algún momento en el siglo XVIII o XIX los antioqueños primigenios decidieron migrar masivamente de sus pueblitos de españoles y sus campamentos mineros en el occidente hacia el abrevadero de mulas que se conocía como Medellín. Debieron ascender la montaña y volver a bajar hasta el extenso valle de Aburrá a convertir al estadero no solo en una ciudad sino un mito.
No sé el nombre del Prometeo de la historia, pero todos sabemos quién y cómo es el paisa. La evidencia indica que en su proceso de migración del occidente al oriente el protopaisa sufrió una impresionante trasformación que, como todo en este mundo, solo puede explicarse con sólidos argumentos deterministas como eso del clima, de la raza y de la pureza del agua. Si uno va a Carmen de Viboral o a Rionegro o a La Ceja o sencillamente a la metrópoli, el individuo paisa intentará vender el polvo del piso o la mugre de sus calzoncillos y así nos hace entender que el protagonista de tanto trabajo de la U de Antioquia sobre comerciantes antioqueños en el siglo XIX tienen sentido en la explicación de la nacionalidad colombiana.
La cordillera occidental
Sin embargo al otro lado del Cauca el dizque paisa hace cosas de esas por las que se quejan los paisas de verdad cuando vienen aquí. Tiran el menú en el restaurante y no preguntan qué quiere uno. Se demoran una eternidad en atender y servir. Cierran la tienda de licores a la una de la madrugada, cuando la gente que va a tomar océanos de alcohol apenas está comenzando a comprarlo. Y lo más impresionante, lo que mejor me demostró que no estaba donde creía estar: no me quisieron vender algo.
A punto de coger el bus de regreso a Medellín en el Terminal de Santafé, estuve buscando unas arepas de bola. Me encantan las arepas de bola, tan quemaditas por fuera, tan cruditas por dentro. Sal y mantequilla para desayunar. Me iba a llevar unas veinte o quince, que en realidad son muy pocas y me acerqué a un puesto de chicharrón y chorizos.
Arepas de bola y fritanga
—¿Cuánto cuesta la arepa?
—Doscientos.
—Deme quince.
—Un momento.
La vieja se fue un rato.
—No le puedo vender las arepas.
—¿Cómo? ¿No puede?
—Es que son para darlas con el chorizo o con el chicharrón.
—Le voy a comprar quince arepas. No me haga rebaja ni me dé ñapa.
Pude haberle sugerido que me cobrara más.
—Pero no puedo vendérselas porque son para el chorizo.
Esto en rolo se dice «por eso le digo».
—¿Usted es paisa?
—Claro.
—No parece.
En realidad nadie en Santafé de Antioquia parece paisa. Será el calor, será la vegetación, será que son mestizos o mulatos y no blancos civilizados descendientes directos de los adelantados, será que es un pueblo de diez mil personas. Ya en serio, vistas así las cosas, me pregunto de dónde nació ese espíritu legendario si esta es la madre que los parió.
Con Felipe, que presentaba un corto, en el parque central