Uno es muy pendejo. Uno sabe que la plaza del Chorro de Quevedo es uno de esos lugares donde hay un letrero que dice «pierda usted aquí toda esperanza». Pero no, había que mostrársela a Sebile y a Vera, dos visitantes alemanas que se están quedando en la casa. Y como nos cogió el hambre ahí mismito pues echémonos una pasadita por El café de Rosita, que si todo el mundo dice tan buenas cosas sobre ese lugar debe de ser porque es una maravilla.
Entramos a tan acogedor lugar decorado, claro, con loza tipo Carmen de Viboral, tapicería de imitación de seda sin espaldar, cubiertos envueltos en servilleta de papel y el infaltable candelabro con velas derretidas: el ambiente del vino caliente. Beber vino caliente garantiza, tarde o temprano, la llegada al Infierno.
En el menú del día se ofrecían dos opciones. La primera, por cinco mil pesos, contenía pan o fruta, sopa de ajiaco —esa cosa que es como fútbol sin balón—, plato con carne o pollo en «salsa suiza», arroz, papa con mayonesa y ensalada y, por último, postre y bebida. El segundo, por ocho mil pesos, ofrecía pan, ensalada, pasta con alguna salsa y bebida. Vera y yo pedimos el primero, mientras Sebile pidió el segundo. Debía ser una tonelada de pasta lo que le iban a servir a Sebile…
¿Jugo? «De mora», dijo Vera. Y el mesero dijo que sí. «De piña, dijo Sebile», y el mesero dijo que bueno. «¿De qué hay jugo?», pregunté. «De mora o piña», dijo el mesero. ¡Qué buenas son las alemanas adivinando! ¡Ni siquiera habían tenido que preguntar! Y yo pregunto… Si hubiera dicho «maracuyá» seguro también había. Después regresó el mesero y dijo que no había más jugo de piña. ¿Acaso hubo alguna vez? Eso habla bien del jugo de mora, que siempre está.
Mientras tanto les contaba a las distinguidas huéspedes que la plaza del Chorro era un nido de hippys —que efectivamente ya les habían dicho «com toc tu de colombian gay!»— y que ahí se vivía la dizque bohemia candelariense, muy manifestada en las devoluciones o evacuaciones de los hijos perdidos de Baco los jueves, viernes y sábados. En ese mismo instante entró una niña con sudadera de colegio que se desmayó en la entrada y se tropezó con una silla.
La escena me recordaba las descripciones de las chicherías que se encuentran en los legajos del fondo criminales del Archivo General. Y efectivamente la niña estaba enchichada. Todos los compañeritos entraron junto con la señora profesora a rescatar a la niña de su estado, con los «¡Ay Dios mío!» que siempre acompañan la situación. Y ante nuestros ojos de comensales, la niña se echó involuntariamente su guasca. Ya que la profesora había hecho mucho énfasis en que no había comido nada, se supone que la muchacha se había echado sus buenos totumazos.
La sacaron del lugar y, de mil maneras, intentaron reponerle los colores al lado de la fuentecita, espectáculo que podíamos presenciar desde el ventanal del restaurante, teniendo como alternativa ver cómo trapeaban el piso para limpiar el vómito.
Y por fin le llegó la pasta a Sebile. Y no era tanta pasta. Era muy, muy poca. Y no era napolitana, como ella había dicho, sino boloñesa. ¿Y eso por ocho mil pesos? Porque no había nada más… Así que llamé al mesero, que naturalmente no pudo explicar la naturaleza del precio. Pero gentilmente me llamó a la dueña a quien manifesté mi disgusto: el precio no era nada justo.
Comenzó la señora a decirme que en su restaurante hacían todo de manera natural, que ellos mismos pelaban los tomates y hacían la salsa, en vez de comprarla en un supermercado, «¿Es que usted lo ha hecho?». «Claro: pongo a hervir agua, echo los tomates y se pelan solos». Hacer eso y después quitarles las semillas y echarlos en una licuadora era la diferencia de tres mil pesos que había entre mi almuerzo y el de Sebile. Pero además hizo énfasis en cómo se esmeraban confitando las tres julianas de zanahoria y cocinando los pedazos de acelga (¡acelga!) que servían como ensalada o haciendo la «salsa suiza» —que dizque tiene mostaza— para engalanar los menos de cien gramos de carne o pollo que sirvieron. Hacer algo así implicaba subir los costos terriblemente, porque ese no era un restaurante corriente «de cuatro mil pesos».
No, El café de Rosita es sencillamente un restaurante con menús de tres mil pesos que cuestan el triple.