Historias
Sunday, July 31st, 2005Cuando uno se presenta como estudiante de historia o historiador los demás reaccionan de varias maneras: «¿Y después a qué se va a dedicar? De profesor, ¿no?», «¡Ay! Yo siempre quise ser historiador. Pero vea, terminé de supervisor de plásticos», «O sea que usted es el preciso para sacarme de esta duda: ¿en qué fecha fue que mataron a Pepito Pérez?». Son lugares comunes que apenas tienen variantes. Pero hay un cajoncito que nunca cambia: «¿Usted ha oído a Diana Uribe? ¡A mí me encanta! ¿Qué opina de ella?».
No sólo yo sino muchos colegas —convencidos o no de lo que hacemos o quisimos hacer— opinamos que Diana Uribe es a la historia lo que el Profesor Yarumo es a la agronomía. Llamarla así podría parecer muy pretencioso, pero lo sería más pensar que ella es historiadora. Bueno, de ser lo es; supuestamente tiene el título. Pero no actúa como tal, sencillamente porque ser historiador no es saberse la así llamada «historia mundial» de arriba abajo.
Esa erudición no puede dejar de ser admirada por quienes, historiadores o no, no sabemos nada de lo que ha pasado en el mundo. Y en nuestro caso de historiadores suele ser así sencillamente porque eso no es lo que se espera de nosotros; los historiadores de academia con ese tipo de erudición son un caso extraordinario.
A los historiadores que estudiamos en la Universidad Nacional, en la Javeriana o, como es mi caso, en los Andes lo primero que nos dicen es que esa forma de hacer historia basada en las aventuras del rey Fulanito y su antagonista Perencejo, con sus respectivas fechas y datos accesorios, esa historia de la Academia Colombiana de Historia o de la misma Diana Uribe, está mandada a recoger hace mucho tiempo, desde Marx o antes.
Pero los primeros que nos presentan son unos señores franceses que quisieron hacer una «historia total», una historia científica, basada en cuatro aspectos: economía, geografía, duración y cultura. Aunque es posible que se deba solamente a que son los autores de más fácil consecución en el mercado, la llamada Escuela de Annales ha sido la predominante y más influyente en América Latina. Revaluada, renovada, purificada, remplazada, criticada y desechada constantemente, ahí sigue como referencia fundamental tanto para quien quiera ser marxista como para quien quiera ser posmoderno.
Lo que queda de eso es que los historiadores o planes de historiadores no van a recitar los discursos de Churchill con voz orgásmica —v.g. Aces High de Iron Maiden— ni a hacer énfasis en «lo que Hitler quería hacer era esto»; mucho menos vamos a hablar de «los grandes momentos que cambiaron el curso de la historia», como tanto le gusta a esa desgracia que es el History Channel.
Los historiadores de academia, por así decirlo, ven las cosas al revés. En aquel gran acontecimiento aislado ven el resultado de una serie de procesos y no su origen. Igualmente, los historiadores más o menos tienen el gentil propósito de hacer hablar a esos ciudadanos de a pie que siempre han existido. Ya es muy raro que algún historiador se quede con los grandes hechos o las grandes gentes. Los historiadores en ese sentido no son periodistas. Eso tiene el grave inconveniente de que, por carecer de alguna técnica para narrar, lo que generalmente terminan produciendo los historiadores son unos ladrillazos que les importan un carajo a esos mismos ciudadanos de a pie.
En eso Diana Uribe hace una bella labor de divulgación con su enjundia veintejuliera, de lejos mejor que como la hacían los venerables Ramón de Zubiría y Abelardo Forero Benavides, que hablaban nostálgicamente de «aquellas épocas» con sus bastones y voces ya decrépitas, desde el calor de esa salita con chimenea en El pasado en presente. Esa aburridísima imagen del historiador —la del historiador de academia es aburrida pero es de otro estilo—, estoy seguro, no es la que ha inspirado a muchos a seguir «los caminos de la musa Clío». Y mucho menos la de Diana Uribe, que sencillamente no es referente para ningún historiador de academia.
De la misma manera, es mucho más probable que quien decidió ser ingeniero agrónomo o veterinario no lo haya hecho inspirándose en la jovial figura del Profesor Yarumo. No sé cuántos abogados hayan encontrado su vocación viendo Consultorio jurídico.